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.Aureliano lo acompañó.Ya para entonces había empezado a cultivar el bigote negro de puntasengomadas, y tenía la voz un poco estentórea que había de caracterizarlo en la guerra.Desarmadas, sin hacer caso de la guardia, entraron al despacho del corregidor.Don ApolinarMoscote no perdió la serenidad.Les presentó a dos de sus hijas que se encontraban allí porcasualidad: Amparo, de dieciséis años, morena como su madre, y Remedios, de apenas nueveaños, una preciosa niña can piel de lirio y ojos verdes.Eran graciosas y bien educadas.Tanpronto cama ellos entraron, antes de ser presentadas, les acercaron sillas para que se sentaran.Pera ambas permanecieron de pie.-Muy bien, amiga -dijo José Arcadio Buendía-, usted se queda aquí, pero no porque tenga en lapuerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hijas.Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio Buendía no le dio tiempo de replicar.«Sólo le ponemos das condiciones -agregó-.La primera: que cada quien pinta su casa del colorque le dé la gana.La segunda: que los soldados se van en seguida.Nosotros le garantizamos elorden.» El corregidor levantó la mano derecha can todas los dedos extendidos.-¿Palabra de honor?-Palabra de enemigo -dijo José Arcadio Buendía.Y añadió en un tono amargo-: Porque unacosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo enemigas.Esa misma tarde se fueran los soldados.Pacos días después José Arcadio Buendía le consiguióuna casa a la familia del corregidor.Todo el mundo quedó en paz, menos Aureliano.La imagen deRemedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le quedódoliendo en alguna parte del cuerpo.Era una sensación física que casi le molestaba para caminar,como una piedrecita en el zapato.26 Cien años de soledadGabriel García MárquezIVLa casa nueva, blanca como una paloma, fue estrenada con un baile.Úrsula había concebidoaquella idea desde la tarde en que vio a Rebeca y Amaranta convertidas en adolescentes, y casipuede decirse que el principal motivo de la construcción fue el deseo de procurar a las muchachasun lugar digno donde recibir las visitas.Para que nada restara esplendor a ese propósito, trabajócoma un galeote mientras se ejecutaban las reformas, de modo que antes de que estuvieranterminadas había encargado costosas menesteres para la decoración y el servicio, y el inventomaravilloso que había de suscitar el asombro del pueblo y el júbilo de la juventud: la pianola.Lallevaron a pedazos, empacada en varios cajones que fueron descargados junto con los mueblesvieneses, la cristalería de Bohemia, la vajilla de la Compañía de las Indias, los manteles deHolanda y una rica variedad de lámparas y palmatorias, y floreros, paramentos y tapices.La casaimportadora envió por su cuenta un experto italiana, Pietro Crespi, para que armara y afinara lapianola, instruyera a los compradores en su manejo y las enseñara a bailar la música de modaimpresa en seis rollos de papel.Pietro Crespi era joven y rubio, el hombre más hermoso y mejor educada que se había visto enMacondo, tan escrupuloso en el vestir que a pesar del calor sofocante trabajaba con la almillabrocada y el grueso saca de paño oscuro.Empapado en sudar, guardando una distancia reverentecon los dueños de la casa, estuvo varias semanas encerrado en la sala, con una consagraciónsimilar a la de Aureliano en su taller de orfebre.Una mañana, sin abrir la puerta, sin convocar aningún testigo del milagro, colocó el primer rollo en la pianola, y el martilleo atormentador y elestrépito constante de los listones de madera cesaron en un silencio de asombro, ante el orden yla limpieza de la música.Todos se precipitaron a la sala.José Arcadio Buendía pareció fulminadono por la belleza de la melodía, sino par el tecleo autónomo de la pianola, e instaló en la sala lacámara de Melquíades con la esperanza de obtener el daguerrotipo del ejecutante invisible.Esedía el italiano almorzó con ellos.Rebeca y Amaranta, sirviendo la mesa, se intimidaron con lafluidez con que manejaba los cubiertos aquel hombre angélico de manos pálidas y sin anillos.Enla sala de estar, contigua a la sala de visita, Pietro Crespi las enseñó a bailar.Les indicaba lospasos sin tocarlas, marcando el compás con un metrónomo, baja la amable vigilancia de Úrsula,que no abandonó la sala un solo instante mientras sus hijas recibían las lecciones.Pietro Crespillevaba en esos días unos pantalones especiales, muy flexibles y ajustados, y unas zapatillas debaile.«No tienes por qué preocuparte tanto -le decía José Arcadio Buendía a su mujer-.Estehombre es marica.» Pero ella no desistió de la vigilancia mientras no terminó el aprendizaje y elitaliano se marchó de Macondo.Entonces empezó la organización de la fiesta.Úrsula hizo unalista severa de los invitados, en la cual los únicos escogidos fueron los descendientes de losfundadores, salvo la familia de Pilar Ternera, que ya había tenido otros dos hijos de padresdesconocidos.Era en realidad una selección de clase, sólo que determinada por sentimientos deamistad, pues los favorecidos no sólo eran los más antiguos allegados a la casa de José ArcadioBuendía desde antes de emprender el éxodo que culminó con la fundación de Macondo, sino quesus hijos y nietos eran los compañeros habituales de Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sushijas eran las únicas que visitaban la casa para bordar con Rebeca y Amaranta.Don ApolinarMoscote, el gobernante benévolo cuya actuación se reducía a sostener con sus escasos recursos ados policías armados con bolillos de palo, era una autoridad ornamental.Para sobrellevar losgastos domésticos, sus hijas abrieron un taller de costura, donde lo mismo hacían flores de fieltroque bocadillos de guayaba y esquelas de amor por encargo.Pero a pesar de ser recatadas yserviciales, las más bellas del pueblo y las más diestras en los bailes nuevos, no consiguieron quese les tomara en cuenta para la fiesta.Mientras Úrsula y las muchachas desempacaban muebles, pulían las vajillas y colgabancuadros de doncellas en barcas cargadas de rosas, infundiendo un soplo de vida nueva a losespacios pelados que construyeron los albañiles, José Arcadio Buendía renunció a la persecuciónde la imagen de Dios, convencido de su inexistencia, y destripó la pianola para descifrar su magia27 Cien años de soledadGabriel García Márquezsecreta [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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